Café
No puedo estudiar, porque no puedo parar de pensar.
Una semana de corazón roto, de lágrimas y estrés. Estudiar, trabajar, responsabilidades, cuentas que pagar, "no llego a fin de mes", bla, bla, bla (todo esto aguantando el nudo en la garganta que me da pensar en todo esto, obvio).
Entre todo ese desastre, decidí contar hasta 20 (mil) y pedir un café. Que esperen los pedidos, que esperen los relojes nuevos a que los ponga en la vidriera más tarde. Necesitaba parar.
Abrió la puerta del local el mismo chico de siempre, a quien nunca registré, más que con un saludo de "hola" y "chau"; saqué la billetera.
-¿Cuánto te debo?
-22 - me dijo - como siempre.
-¿Me darías...
-Edulcorante, jaja - rió - como siempre - y se fue.
No noté mi indiferencia hasta dentro de unos 20 minutos, cuando "el chico del café" (que siempre me llama por mi nombre, y yo jamás se lo pregunté siquiera) volvió a entrar a la joyería, esta vez con la bandeja vacía.
-¿Qué pasó? - le dije
-¿Te gusta el chocolate, Pau?
-Sí - sonreí - me gusta, ¿por?
-Tomá. Relajá. ¡Y feliz semana de la dulzura! - me dijo, dejándome en el mostrador un alfajor, y guiñándome un ojo.
No me salió más que un "gracias" (además de la sonrisa eterna que se hizo en mi cara). Sentía los cachetes prendidos fuego, sabía que estaba toda roja. Se fue tan rápido que no pude hacer ni decir mucho más, aunque me hubiera gustado hacerlo.
Así fue como noté que nunca había sido ni la mitad de amable con Pablo (ahora sí sé su nombre) que lo que él había sido siempre conmigo. Y admito que me sentí bastante mal.
Creo que nunca estamos del todo solos. Creo que siempre alguien nota nuestra existencia, nuestro dolor, y nuestra felicidad también. Tendríamos que aprender a mirar un poco mejor, nada más.
Una semana de corazón roto, de lágrimas y estrés. Estudiar, trabajar, responsabilidades, cuentas que pagar, "no llego a fin de mes", bla, bla, bla (todo esto aguantando el nudo en la garganta que me da pensar en todo esto, obvio).
Entre todo ese desastre, decidí contar hasta 20 (mil) y pedir un café. Que esperen los pedidos, que esperen los relojes nuevos a que los ponga en la vidriera más tarde. Necesitaba parar.
Abrió la puerta del local el mismo chico de siempre, a quien nunca registré, más que con un saludo de "hola" y "chau"; saqué la billetera.
-¿Cuánto te debo?
-22 - me dijo - como siempre.
-¿Me darías...
-Edulcorante, jaja - rió - como siempre - y se fue.
No noté mi indiferencia hasta dentro de unos 20 minutos, cuando "el chico del café" (que siempre me llama por mi nombre, y yo jamás se lo pregunté siquiera) volvió a entrar a la joyería, esta vez con la bandeja vacía.
-¿Qué pasó? - le dije
-¿Te gusta el chocolate, Pau?
-Sí - sonreí - me gusta, ¿por?
-Tomá. Relajá. ¡Y feliz semana de la dulzura! - me dijo, dejándome en el mostrador un alfajor, y guiñándome un ojo.
No me salió más que un "gracias" (además de la sonrisa eterna que se hizo en mi cara). Sentía los cachetes prendidos fuego, sabía que estaba toda roja. Se fue tan rápido que no pude hacer ni decir mucho más, aunque me hubiera gustado hacerlo.
Así fue como noté que nunca había sido ni la mitad de amable con Pablo (ahora sí sé su nombre) que lo que él había sido siempre conmigo. Y admito que me sentí bastante mal.
Creo que nunca estamos del todo solos. Creo que siempre alguien nota nuestra existencia, nuestro dolor, y nuestra felicidad también. Tendríamos que aprender a mirar un poco mejor, nada más.
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